Mi padre comenzó a enseñarme a leer cuando cumplí tres años de edad. Siendo él un hombre de letras y versado en otras artes del conocimiento humano, debió haber estado consciente del beneficio que trae a la mente humana aprender a leer desde temprana edad, aunque según sus propias palabras, lo que en realidad deseaba era librarse de la entonces tediosa tarea de tener que asumir las labores de Sheherezada mientras yo me acomodaba en mi privilegiado rol de rey Shahriar, amenazando implacablemente con no dormir ni dejar dormir sin escuchar antes algún deslumbrante cuento árabe.
Si bien a mi padre no le quedó otro remedio que leer en voz alta hasta la última página del tercer tomo de aquella edición cubana de las mágicas noches árabes, el resultado de su actividad docente fue que en poco tiempo estuve leyendo todo tipo de libros de cuentos para niños. Fue mi hermana quien no tardó en sugerirme un libro de Fábulas de Esopo. Me atrajo desde el principio por los rostros humanamente expresivos de los animales en sus ilustraciones y porque en muy pocas letras se expresaban varias ideas que, de alguna manera, estimulaban el desarrollo de mi imaginación a la par que mi capacidad de razonamiento lógico.
Algo que distingue a la fábula como género literario, es la atribución de cualidades humanas a los animales o seres irracionales. Este es un recurso literario llamado personificación o prosopopeya, gracias al cual en muchas fábulas encontraremos animales hablando entre ellos o intercambiando profundas reflexiones con seres humanos.
Uno de los animales usado con frecuencia por Esopo en sus fábulas es el perro, especialmente el mastín. Y fue su protagonismo en los diversos relatos del elocuente esclavo griego lo que llamó poderosamente mi atención. Al principio pensaba que la palabra mastín era sinónimo de perro. Luego supe que se trataba de una raza en particular. Nunca imaginé que después de leer tantos relatos sobre ellos -inverosímiles debido a la naturaleza del género literario- pasarían cerca de 20 años para tener la oportunidad de ver uno real.
Convengamos que en el seno familiar en el que me crié, si bien se me enseñó a sentir amor y un profundo respeto por la naturaleza y en especial por vida animal, la cría o adopción de mascotas no era la actvidad más apreciada. Desde que nací, los animales que hubo en mi casa estuvieron allí gracias a mi insistencia: un gato, un perro poodle y peces tropicales (no todos a la vez). Por tanto, no era mucha la información que obtenía en mi hogar sobre animales domésticos. Fue el padre de un vecino quien una vez mencionó que una característica distintiva del mastín era su lealtad y su devocional sentido de protección al seno familiar y sobre todo al individuo dentro de ese grupo a quienes ellos reconocían como su único dueño. Después de esa afirmación, aquella fábula de El mastín infiel cobraba un sentido aún más profundo.
A partir de ese momento consideré que el mastín era la raza a buscar. Afortunadamente no la encontré porque su crianza me hubiera resultado imposible en esa época. No obstante, en mi mente quedó grabada la idea de que el lazo único e inquebrantable que unía al mastín con su dueño, lo convertía en el compañero ideal.
Finalmente crecí y cuando decidí tener un perro fue el mastín la primera opción. En ese momento supe que había varios tipos de mastines provenientes de diferentes regiones europeas, descendientes todos del antiguo Mastín del Tíbet, llevado a las costas de Campania, en el siglo IV A. C. por Alejandro Magno, después de su infructuosa incursión militar por la India. Si bien debo admitir que me gustan todos los mastines -en algún momento dedicaré algunas publicaciones a cada uno de ellos- elegí como mi compañero fiel al Mastín Napolitano, debido a que fue al que más fácilmente asocié con aquellos molosos que eligió Esopo para sus relatos.
La palabra mastín proviene del vocablo latino massivus, que significa macizo. Lógicamente, el hecho de agregar el gentilicio napolitano se debe a la ciudad de donde es oriunda esta raza. Nápoles es una ciudad del sur de Italia, capital de la región de Campania, que antiguamente estaba habitada por griegos. Su nombre proviene del griego (Nea = nueva, Polis = ciudad) y sus habitantes ya criaban molosos para cuando Alejandro Magno introdujo los primeros mastines del Tíbet.
Si bien el aspecto actual de un mastín napolitano dista mucho del que tenían los primeros ejemplares, se sabe que siempre han sido perros grandes, corpulentos, de extremidades fuertes, cabeza de gran tamaño, piel gruesa, resistentes al frío y al dolor y de temperamento equilibrado, a pesar de su fuerte instinto guardián. Prueba de ello es la descripción hecha por Columella en su tratado De Re Rustica, que data del siglo I D. C. y que encabeza este blog.
Mi hermana con frecuencia y un poco en tono de broma, me pregunta si yo tengo algún trauma de mi infancia por saldar, porque no se explica del todo mi afición por esta raza. Creo que en su mente mantiene la idea que criar mascotas es cosa de niños. Por otro lado es lógico que para una persona como ella, que prefiere conservar las distancias con los animales, un perro tan grande y corpulento evoque la idea de un gran cúmulo de dificultades asociadas a la crianza y cuidados propios de la raza. Pero después de leer estas líneas resulta fácil percatarse de que fue ella misma quien dio el impulso inicial a mi afición por la raza, al entregarme el libro que condicionaría mi predilección por la misma y que provocaría que desde hace un poco más de dos años comience a criar dos bellos, imponentes y leales ejemplares: Bambino Della Ruga Di Fuoco (Nerón) y Camelia Della Ruga Di Fuoco.
Es de mis experiencias con ellos y con la raza en general de lo que trata este blog y espero conocer también las suyas.
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